lunes, 2 de enero de 2012

Amor de azar: Te he descubierto

Soltó una cachetada sobre su sonrosada mejilla. Dejo todo su cuerpo caer en ésta, toda su ira contenida.

La vergüenza del engaño cubrió el rostro de Agnes y al fin se dio cuenta del egoísmo en el que había caído y en la perdición en la que había condenado a Mari Ann.

Leo no amaba a Mari Ann, era de todos sabido que Agnes siempre fue su único amor. Pero ahora no podía ni verla a los ojos. Traición, sería la acusación de Mari Ann y ahora ni su linaje podría rescatarla, sería la marca con la que Agnes cargaría el resto de sus días.

- Debí saberlo. Soy un idiota. Debí haberlo sospechado. No puedo ni verte ahora, no me dirijas la palabra.

Los penetrantes ojos azules de Agnes clavaron su mirada en su amado, cubiertos de pena y lágrimas. Se levantó del suelo con la mano izquierda aún cubriendo la herida, que había comenzado a sangrar. Al amanecer todo habría acabado. El destino de Mari Ann sería decidido.

- Aún no es tarde, regresemos Leo…

Al terminar de decirlo, Leo comenzó a transformarse, las nubes habían dejado de cubrir el cielo y la luna llena alumbró todo su ser, dejando ver la bestia que yacía en su interior. Alcanzó a dejar escapar una frase “Ya es demasiado tarde” y desapareció en el bosque rompiendo por fin la mirada fulminante en sus ojos, abandonando a Agnes a su suerte en el bosque…

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El olor a jazmines inundó la habitación. Yo estaba arreglándome frente al espejo, cuando mis flores favoritas aparecieron en manos de Renata detrás de mí. Corrí a olerlas y cerré los ojos gozosa del momento. Mi cumpleaños número doce me había envuelto en un mar de rosas, gardenias y claveles desde muy temprano, de familia, amigos y pretendientes; pero nadie me había regalado jazmines hasta entonces. Algunas flores eran muy exóticas, traídas por gente adinerada del pueblo, o de países muy lejanos. Quise saber quién enviaba las únicas flores que habían llamado mi atención en el mar de mi habitación. Sólo decía en letra muy cuidadosa: Para la princesa de este pueblo y de mi corazón. Pudiera ser… Tomé las flores con la gran pregunta en mi cabeza y las coloqué junto a mi tocador, donde terminaba de peinarme Olivia.

Sabía que abajo estarían esperándome pretendientes, realeza, familia, amigos, compañeros de cátedra y entre ellos estaría quien sea que me hubiera mandado esas flores.

Mari Ann irrumpió en mi fantasía del hombre que las había mandado y quebró el silencio gritando de regocijo.

- ¡Agnes! ¡Agnes! ¡Tienes que ver esto! ¡Me han llegado flores a mí también! Son lirios, son hermosos, míralos.

- ¿Qué dice la tarjeta?

- “Para la hermosa Mari Ann

Agnes alcanzó a notar que era la misma letra y la misma tinta de su tarjeta, al momento supo de quién se trataba… ¿Quién más enviaría también flores a Mari Ann?

Mari Ann continuó dando vueltas por el cuarto mientras su criada la perseguía para ajustarle el corsét.

- Te digo que ha sido Leo. Ese muchacho siempre es muy considerado y reconocería su letra donde fuera. ¡Ay! ¡Si tan sólo fuera de la realeza como nosotras!

- No lo creo. ¿Cómo puedes estar tan segura?

- ¡Apuesto a que te ha enviado jazmines! Déjame ver la tarjeta.

- Bueno sí me han enviado jazmines, la tarjeta sólo dice: “Para Agnes”

-¡Claro que no! ¡Mentirosa! Déjame ver.

Con tono burlón terminó de decir esto abalanzándose sobre el tocador de Agnes. Agnes reaccionó y alcanzó a tomar las flores de los pétalos. Se le resbalaron entre los dedos por el brusco movimiento de Mari Ann y quedaron regados por el suelo. Mari Ann leyó con atención y su sonrisa se fue alejando de su semblante. Ahora sus labios rojo intenso y sus párpados perfectamente maquillados realzaron terriblemente su fugaz expresión de incredulidad, convirtiéndose en furia pasional.

Subió la mirada hacia Agnes y casi en un susurro le dijo:

- Jamás debí confiar en ti. Zorra.

Se azotó la puerta que conectaba los cuartos y de la furia de Mari Ann sólo quedo el olor de jazmín en el suelo, que Olivia se ocupaba de limpiar. Agnes recogió sus lágrimas, hoy era un día para estar feliz…

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- ¡No los condenes a morir, mi amor! ¡Me han salvado la vida!

La reina atravesó el salón con su grácil y apurado paso, que retumbaba con gran decisión hasta los oídos del par de miserables agradecidos, hincados ante el rey.

- ¿Creíste que ibas a poder entretenerme mientras condenabas a este par? ¡Quisiste hacerme tonta! ¡Já! Pues creo que te costará más que un fiel sirviente y un par de copas de vino.

- Amelia, contrólate, vamos.

El rey dijo entre dientes estas palabras conteniendo su ira, mientras arrastraba a su mujer por un largo pasillo a uno de sus grandes almacenes. Lograron salir del amplio salón, lejos de las miradas atónitas de la burguesía. Mientras varias señoras discutían el comportamiento impropio de la reina y varios caballeros se preguntaban cómo podía permitir el rey que se mujer le hablase de tal forma. Y ante la confusión de toda la corte, el rey Andrew cerró la puerta tras de sí.

- ¿Cómo que te han salvado la vida? Son salvajes hechiceros, tu misma me lo has dicho.

- ¡Bah! Los hechiceros los inventaron para asustar al proletariado y calmar su sed de aburrimiento.

- Tu padre por andar creyendo esas cosas mira dónde lo llevó.

- Mi padre nada tiene que ver ahora. Ya está enterrado. Te ordeno que liberes a ese par. No son brujos, ni salvajes, me salvaron la vida mientras tu estabas en tu preciada guerra.

- No es gozoso para mí estar en guerra con nuestro país vecino y lo sabes… Y claro que te salvaron la vida, eso sólo me recuerda que es una bruja-loba.

- Pues lo han hecho quieras o no y no los puedo dejar morir. ¿Que no les tienes el más mínimo agradecimiento por rescatar a tu bella reina?

- Sí lo tengo, pero no puedo permitir que seres como ellos vivan entre nosotros. Ponen en riesgo al pueblo.

- ¡Esos seres tienen nombres y son mi familia! ¡No puedes asesinarlos, repugnante cerdo!

- ¡Claro que puedo! ¡Mírame hacerlo!

Amelia se detuvo ante la puerta bloqueando el paso a su marido. Ante el temor de la furia de éste y de la desaparición de su única familia, se arrodilló ante su rey, odiándose a sí misma por hacerlo, pero comprendiendo que estaba a punto de caer en un abismo.

- No los mates, esposo mío. Te lo ruego… Destiérralos si así lo deseas… pero no los mates… Ya bastante he sufrido el estigma de mi familia… No podría vivir sabiendo que no pude evitar la muerte de Lana, sea bruja, sea loba, sea lo que sea, es mi hermana y siempre lo será… Es mi honor, o mi vida en riesgo, tú decides.

Andrew miró a los ojos a su reina Amelia. No era precisamente lo que se dice hermosa, pero había algo radiante en su mirada, que a través de los años jamás se había borrado y si se le pudiera llamar así, Andrew había llegado a amar a esta débil criatura arrodillada ante sí. Por fuera parecía tan fuerte, pero era lo más suave que se pudiese encontrar en el país y en el mundo entero si lo preguntasen a Andrew.

- Está bien, pero si vuelven al pueblo te prometo que no les daré piedad.

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